LAS VÍAS por
las que se transporta la caña de azúcar recogida en los bateyes
hacia los almacenes que controlan su peso marcan el limite fronterizo
entre la República Dominicana y Haití, donde viven los más pobres.
"Todas
las mañanas, antes de salir el sol, desfila la turba harapienta,
maloliente -con un hambre que no se le aparta jamás-, camino del
corte, como una procesión de seres sin alma". En la novela Over,
publicada en los años cuarenta, el escritor dominicano Ramón Marrero
Aristy retrató así a estos "seres sin alma", en su mayoría inmigrantes
haitianos, que sobrevivían, y sobreviven, en condiciones miserables
en los bateyes. Batey se asocia con la pobreza y la marginación.
Batey proviene de la lengua de los taínos, los indígenas que habitaban
la República Dominicana antes de llegar los españoles. Los colonizadores
convirtieron a los taínos en sus esclavos. Muchos murieron reventados
y otros se suicidaron al ver en lo que se había convertido su
vida. A nadie le gusta hablar de los bateyes. Muchos prefieren
recurrir a los eufemismos y se refieren a estos poblados donde
viven los braceros como zonas cañeras o comunidades.
A
través de los ojos de Daniel Comprés, el bodeguero de "un batey
sin nombre", Marrero Aristy mostró cómo vivían los trabajadores
de la caña en los años cuarenta. "Se oye el golpe de las mochas
de los peones, que en su afán de rendir el mísero salario, trabajan
de noche, rehusando dormir. Veo sus siluetas y los golpes de sus
mochas me encienden la angustia. ¡Hasta cuándo los hombres vivirán
como bestias...!".
Medio
siglo más tarde, los braceros siguen trabajando como animales
en las plantaciones de caña de azúcar de la República Dominicana.
La Internacional Antiesclavista presenta su caso como un ejemplo
de actividades neoesclavistas en los umbrales del siglo XXI y
remarca que su condición de trabajadores ilegales los deja desprotegidos
cuando son víctimas de abusos.
LOS BATEYES
"Cuando
vi cómo era la vida en el batey me apliqué con todas mis fuerzas
para salir. Todos los días eran iguales, del alba al anochecer
sin parar de cortar. Sufriendo con la zafra, sufriendo si no había
zafra. Todavía hoy cuando visito estos lugares me estremezco".
Eduard Saint-Jeanne, de la Pastoral Haitiana, trabajó en el azúcar
durante tres años nada más salir de Cabo Haitiano. Todavía se
le encoge el alma cuando recuerda aquellos tiempos, afortunadamente
lejanos.
En
Santana, uno de los numerosos bateyes del complejo azucarero de
Barahona, en el suroeste de la República Dominicana, hay una casucha
que hace las veces de tienda. Su propietario se niega a dar su
nombre, pero cuenta con detalle el abandono en que viven sus parroquianos.
A muchos de ellos les falta algún dedo, nefasto recuerdo de un
día de excesivo calor y trabajo a destajo.
"Todo
el que trabaja humildemente lo pasa mal. Los diputados se suben
el sueldo cada vez que pueden, pero nosotros ganamos lo mismo.
Aquí sólo nos visitan en campaña electoral", apunta este hombre
que ronda la cincuentena. Explica, digno y orgulloso, cómo algunos
de sus hijos han accedido a la universidad.
Una
de sus hijas, una bellísima mulata de 18 años, ya ha sido madre
de un bebé que ya ha cumplido 10 meses. El padre es bracero. Como
este año no ha habido zafra, nomadea de conuco en conuco (pequeños
huertos) para ganarse el jornal.
LA CAÑA de
azúcar es transportada en grandes contenedores hasta las refinerías.
Los productos principales que se obtienen son el azúcar de caña
y el preciado ron.
El
tendero y su familia casi son privilegiados comparados con los
recién llegados. Ellos son quienes peor lo pasan. Les llaman congó
y viven en barracas aún peores que las casuchas de los demás.
Los congó no saben español, se expresan en créole, una mezcla
de francés y dialecto haitiano. Sin dominar el idioma, se quedan
al margen, excluidos de la sociedad dominicana. Por eso lo primero
que hizo Eduard Saint-Jeanne fue aprender a dominar el español.
Solange
Pierre, coordinadora general del Movimiento de Mujeres Dominico-Haitianas,
ha denunciado reiteradamente los abusos que sufren los congó.
"Viven casi a la intemperie. Nuestras comunidades no tienen luz
ni agua potable ni sistema de letrinas ni botes de basura".
La
penuria se ha agravado por el declive que ha sufrido el negocio
de la caña. En la República Dominicana, donde los colonizadores
españoles establecieron las primeras plantaciones a principios
del siglo XVI, corren malos tiempos para el negocio del azúcar.
Después de una zafra tardía y escasa, la que se vivió el año pasado,
ahora ni siquiera se ha podido empezar a cortar.
El
Consejo Estatal del Azúcar (CEA), propietario del ingenio Barahona
donde se encuentra el batey Santana, registrará pérdidas este
año valoradas en unos 8.000 millones de pesetas. Las autoridades
dominicanas pretenden privatizar totalmente el sector que en la
actualidad no les proporciona más que pérdidas y preocupaciones.
El propio director del CEA, Óscar Santiago Batista, ha reconocido
la falta de solvencia económica de su empresa. El CEA controla
diez ingenios fabricantes de azúcar y emplea a unas 60.000 personas,
oficialmente reconocidas. A estos hay que sumar los invisibles,
los que no poseen papeles a uno y otro lado de La Española, y
sus familias.
SINÓNIMO DE RIQUEZA
En
los años 50, cuando la palabra azúcar era sinónimo de riqueza
para los propietarios de la tierra, el general Rafael Leónidas
Trujillo se apoderó de la mayor parte de los ingenios del país
con maniobras como las drásticas subidas de impuestos. Las compañías
extranjeras, muchas de ellas estadounidenses, acabaron marchándose.
Tras el asesinato de Trujillo en 1961, pasaron a ser propiedad
del Gobierno dominicano, que se ha desprendido de algunos ingenios,
en poder de magnates locales como los Visin, que suelen ser los
que mejores condiciones ofrecen a sus braceros.
Félix
Pérez y Leoncio Novac son miembros de Fundasur, una asociación
de Barahona que intenta mejorar las condiciones de los trabajadores
del ingenio de Barahona, propiedad del CEA. "El Estado se ha desentendido
de los bateyes. Apenas se preocupa de construir nuevas barracas
o de escolarizar a los niños o de proporcionar atención sanitaria",
denuncia Leoncio Novac. "Por menos de 15.000 pesetas al mes dispone
de mano de obra abundante y poco conflictiva".
En
Santana viven 1.300 personas repartidas en 180 barracas. Si las
condiciones de los varones son duras, las mujeres nadan en la
desesperación. "Se diría que en los bateyes no hay mujeres. No
tenemos servicios de salud, ni espacios recreativos, ni escuela.
La mayoría de nuestros niños no va a la escuela y de cada cien
que van a la escuela, sólo cinco son mujeres. De ellas sólo tres
suelen terminar", afirma Solange Pierre.
Con
cinco hijos a su alrededor, Santa, de apenas 30 años, reclama
un dispensario para su comunidad en Santana. Ha recibido un sencillo
curso de formación en primeros auxilios pero ahora no puede aplicar
sus conocimientos porque faltan los medios. "Yo sé poner inyecciones.
Podría vacunar a los chiquillos. Sé cómo lavar a los niños y cómo
curar la fiebre, pero necesitamos un centro de salud".
Andrea,
miembro de la asociación Padres y Amigos de la escuela, es su
vecina y su preocupación fundamental es el futuro. "Nuestros muchachos
andan sueltos, apenas podemos llevarles al colegio. Nos ayudan
a coger carbón, a buscar el agua. Además, las mujeres que trabajan
no tienen dónde dejarlos. ¿Cómo van a salir de aquí?".
El
mayor problema es que legalmente no existen. Los inmigrantes haitianos
salen de su país sin papeles y llegan a la vecina República Dominicana
a engrosar el número de invisibles. No existen ni a un lado ni
al otro de este muro caribeño. A veces es el propio Gobierno dominicano
el que busca mano de obra en Haití, braceros que deporta después
de haberlos exprimido. También hay invisibles que llevan decenas
de años viviendo en la República Dominicana. Sus familias han
nacido allí, sus hijos no han conocido Haití. Viven bajo la amenaza
de la deportación. Aproximadamente medio millón de haitianos viven
en la República Dominicana como ciudadanos sin tierra. La mayoría
corta la caña, o recoge plátano, o ayuda en los pequeños conucos.
Los
niños de Santa son dominico-haitianos. No han atravesado jamás
la frontera. No conocen ni saben lo que es Haití. "Me da miedo
que nos obliguen a volver. Nosotros somos de aquí", señala Santa
con cierto recelo.
"En
una comunidad de la zona de Santiago, en el norte, quedó una gran
cantidad de niños sin familia; no sabemos lo que pasa con estos
niños porque jamás los encontramos", denuncia Solange Pierer,
coordinadora del Movimiento de Mujeres Dominico Haitianas.
En
Over Daniel se ve obligado a explotar a los braceros por la extorsión
que sufre por parte de los dueños del ingenio que le cobran más
cantidad de mercancías de lo que le venden. Daniel repite la operación
con sus parroquianos. Así los propietarios sacan más y más tajada
(over en inglés, por encima) y los braceros cada vez van a menos.
Después de 50 años la rueda de la explotación todavía no ha pinchado.
Sólo unos pocos como Eduard pueden bajarse en marcha. Sus hijos
tienen nombre y apellidos, nacionalidad, y un futuro por delante.
Un chico aprende
a leer con un libro en francés que le ha dado su padre, el único
que hay en su casa.
"Miseria.
La mala cosecha ha agravado este año la situación en que viven
más de medio millón de emigrantes haitianos"
Los obreros
de
la caña de azúcar prácticamente trabajan gratis: 410 pesetas
por tonelada.
www.el-mundo.es/larevista/num146/textos/escla1.html
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